Trotskistas hoy

Diario La Primera. Lima, 18 de Diciembre del 2008

César Hildebrandt


¿Los trotskistas querían una revolución mundial o eran, como decían los estalinistas, un caballo de Troya?

¿Quien pide lo imposible quiere, en realidad, el inmovilismo?

Al plantear la revolución como un incendio de todas las praderas, un parto épico del tamaño del mundo y un acabose sin fronteras, ¿el trotskismo contribuyó al triunfo del proletariado o, al revés, saboteó con sus monsergas maximalistas al movimiento marxista?

El saldo del trotskismo es claro: decenas, centenares de siglas lo representaron pero en ningún caso esas ideas sedujeron masivamente a los obreros y campesinos y en ningún país del mundo las banderas del Programa de Transición se discutieron en alguna sede de gobierno. En resumen: el más exhaustivo de los fracasos.

Y, sin embargo, el trotskismo reclutó muchas veces a los marxistas más honestos, a los más generosos y a los más auténticos. Mientras el estalinismo pactaba con Hitler, el trotskismo lloraba aún el asesinato de su líder a manos de un agente de la NVKD dirigido desde Moscú.

Y mientras los estalinistas se contaminaban de política “frentista” y construían con cara seria partidos ortodoxos devotos de Rusia –o “democracias populares” que tenían el deber, cuando era imprescindible, de ametrallar al pueblo-, los trotskistas anunciaban que el verdadero triunfo del marxismo de veras caería en forma de diluvio.

Bueno, esos eran los que podríamos llamar trotskistas bíblicos. Había zamarros como Homero Cristali Frasnelli (alias Juan Posadas), que vivían de crecientes donaciones y que eran el equivalente marxista del pastor supremo de la Iglesia de los Últimos Días.

Posadas pedía plata, primero en Córdoba y después en Buenos Aires, para construir los refugios nucleares que serían necesarios después de la guerra atómica que él no sólo vaticinaba como inexorable sino que solicitaba como “depurativa”.

Mucho antes que Bush, Posadas habló de una guerra preventiva (sólo que en contra de los Estados Unidos). Fingía imaginar que tras esa devastación, atravesando nubarrones de uranio y avistando las piltrafas de humanidad que hubiesen quedado, el trotskismo –más tenaz que las cucarachas inmortales- levantaría sobre tierra arrasada el paraíso primordial de los trabajadores.

Es difícil explicar cómo es que hubo gente de buena fe que creyó en Posadas y cómo es que este farsante apocalíptico pudo fundar la llamada “Cuarta Internacional Posadista”, una de las tantas máscaras pomposas que el divisionismo trotskista produjo. Lo cierto es que quienes supusieron que Posadas era un loco se equivocaron. Era, más bien, un talentoso vividor que exprimió la vida de muchos y exigió lealtad hacia unas ideas que jamás asumió.

Posadas fue en el escenario trotskista el equivalente del Consejero de los Canudos en la novela de Vargas Llosa “La guerra del fin del mundo”. Con la diferencia, en favor del personaje de la ficción, de que Posadas no creía una palabra de lo que decía mientras que el beato del sertón sí estaba convencido de que en 1899 “los ríos se tornarían rojos y un planeta nuevo cruzaría el espacio”.

Sería injusto, sin embargo, juzgar al trotskismo por el caso casi cinematográfico de Juan Posadas. Porque, frente a él y casi a pesar suyo, hubo en la misma Argentina miles de trotskistas, afiliados a alguna capilla salida del divisionismo maniático que siempre atormentó al movimiento, que entregaron lo mejor de su inteligencia (y a veces la vida) en la lucha por un mundo mejor.

Aquí en el Perú el trotskismo tuvo de todo. Desde las maravillosas chicas bien que redimieron culpas inventadas militando en sus filas, hasta el campesino Hugo Blanco, pasando –era inevitable- por personajes como Ismael Frías o Nicolás Lúcar.

Este columnista siempre pensó que Trotsky habría hecho, en el poder, lo que Stalin consideró necesario hacer. O sea, crear esa especie de zarismo proletario que terminó con el borracho de Yeltsin subido a un tanque y agitando la bandera de los Romanov.

Lo que no quita la fascinación que el brillo intelectual de Trotsky sembró hasta entre las filas de los no creyentes.

Pienso en Trotsky y pienso en la dulce Vanessa Redgrave encabezando una raleada marcha en alguna calle londinense. Intento abrir la vieja página del Centro Internacional del Marxismo Ortodoxo (CITO), producto de la mitosis de la Liga Internacional de los Trabajadores (LIT), y compruebo, una vez más, que la verdadera revolución permanente del trotskismo es su divisionismo oncológico.

Cuando logro abrir la página, la melodía de La Internacional irrumpe con toda la nostalgia que uno pueda imaginar mientras un letrero me advierte:

“El Centro Internacional del Trotskismo Ortodoxo se ha disgregado. Algunos de los partidos que lo formamos hemos formado La Liga Socialista Internacional”.

No, jamás cambiarán.

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